Jane Eyre

Jane Eyre

Autora: Charlotte Brontë

Género: Clásico, ficción histórica, narrativa, Literatura Inglesa

Formatos: Edición Kindle

Editorial: Alba

Páginas: 694

Precio: $209 Amazon  si tienes Prime de Amazon, $0      $99 Gandhi

ISBN: 978-84-9065-193-3

 

Sinopsis:

De Jane Eyre (1847), ciertamente una de las novelas más famosas de estos dos últimos siglos, solemos conservar la imagen ultrarromántica de una azarosa historia de amor entre una institutriz pobre y su rico e imponente patrón, todo en el marco truculento y misterioso de una fantasmagoría gótica. Y olvidamos que, antes y después de la relación central con el abismal, sardónico y volcánico señor Rochester, Jane Eyre tiene otras relaciones, otras historias: episodios escalofriantes de una infancia tan maltratada como rebelde, pasos de enfermedad y arduo aprendizaje en un tétrico internado, estaciones de penuria y renuncia en la más absoluta desolación física y moral, inesperados golpes de fortuna, e incluso remansos de paz familiar y nuevas –aunque engañosas– proposiciones de matrimonio. Olvidamos, en fin, que la novela es todo un libro de la vida, una confesión certera y severísima –rotundamente crítica– de un completo itinerario espiritual, y una exhaustiva ilustración de la lucha entre conciencia y sentimiento, entre principios y deseos, entre legitimidad y carácter, de una heroína que es la «llama cautiva» entre los extremos que forman su naturaleza.

 

 

¿Por qué en El lugar de Beatriz?

He leído toda mi vida; sin embargo, he pasado de largo frente a los clásicos. Gracias a los Audiolibros, estas lecturas se me hacen más llevaderas. Acostumbro a escucharlos mientras voy subrayando párrafos que son de mi agrado

 

Mi opinión (Excelente, Muy bueno, Me gustó-pudo ser mejor, No vale la pena, Muy malo)

Muy bueno

Después de superar la parte romántica/dramática, disfrute con mucho gusto las descripciones de la naturaleza, de las costumbres de la época, la crítica social y por supuesto el reconocimiento y premio a la vida de una mujer excepcional.

Jane Eyre siempre fue rebelde, no tenía nada de la fragilidad y delicadeza propia de las mujeres de su época. Le fue mal (pobre, huérfana, con familiares que no vieron por ella), pero seguramente no habría llegado hasta donde lo hizo, de no ser por su dignidad, su constancia y dedicación, por su fortaleza de carácter. Así fue como logró alcanzar la meta de convertirse en institutriz. No se rindió. Es una reivindicación del ser humano (quien actúa bien, le va bien en la vida)

¿quién debería de leer Jane Eyre?

Este libro es para quienes gusten de los libros clásicos, de la literatura inglesa, de la época Victoriana.

Es una historia romántica pero también de lucha y reclamo social.

 

 

Algo para recordar

Se acercaban las Navidades, y cuando llegaron ya estaba arreglado todo. Cerré la escuela de Morton, no sin antes asegurarme de que mis esfuerzos no habían sido estériles. Lo maravilloso de la suerte es que abre la mano si nosotros le abrimos el corazón, y dar un poco cuando hemos recibido en abundancia no es más que un desahogo que concedemos a la ebullición inusitada de nuestras emociones. Ya hacía tiempo que venía dándome cuenta con gran placer de que muchas de mis rústicas alumnas me querían, pero esa impresión quedó confirmada con creces cuando nos despedimos y ellas me expresaron abiertamente su afecto. Saber que ocupaba un lugar en sus sencillos corazones supuso una gratificación intensa, y les prometí que de allí en adelante todas las semanas las iría a ver a la escuela para darles una hora de clase. El señor Rivers se había quedado vigilando la salida de las chicas en fila delante de mí.

Cada aula contaba con sesenta alumnas. Cerré la puerta y, aún con la llave en la mano, me entretuve despidiéndome con especial cariño de las mejores, una media docena. Pocas veces se habrán dado entre las campesinas británicas unas jóvenes tan honradas, discretas e instruidas; y es bastante decir porque el campesinado inglés es uno de los más educados de Europa, digno de todo respeto. Desde entonces acá he conocido a muchas paysannes y Bäuerinnen96 que me parecieron ignorantes y toscas –incluso las mejores– en comparación con aquellas chicas de Morton. El señor Rivers se acercó a mí cuando se fueron. –¿Cree que le han merecido la pena estos meses de esfuerzo? –me preguntó–. ¿No le satisface saber que ha hecho el bien y ha dado un poco de alegría?

–Por supuesto que sí. –Y eso que han sido sólo unos meses. ¿No le parece que consagrar la vida a la tarea de mejorar la raza podría ser maravilloso? –Sí –dije–. Pero yo no soy capaz de dedicar a eso toda mi vida. Quiero disfrutar de mis propias capacidades, además de cultivar las ajenas, y es ahora cuando me ha llegado el tiempo de ese disfrute. Así que no me recuerde la escuela, porque se acabó, y tanto mi cuerpo como mi alma necesitan vacaciones. Pareció ensombrecerse. –¿Gozar ahora de qué? ¿A qué viene ese entusiasmo repentino? ¿A qué piensa dedicarse? –A desplegar la mayor actividad que me sea posible. Lo primero que quiero pedirle es que me preste a Hannah, y se busque otra criada para usted. –¿Y para qué necesita a Hannah?

–Para que venga conmigo a Moor House. Dentro de una semana llegan Diana y Mary, y quiero tenerlo todo dispuesto para recibirlas.

–Ya entiendo. Creí que planeaba algún viaje. Mejor así. Puede contar con Hannah. –Dígale entonces que esté preparada para mañana. Aquí tiene la llave de la escuela. La de casa mañana se la daré a primera hora. Cogió la llave. –La veo a usted muy contenta de dejar esto –dijo–. No acabo de entender su júbilo, no se me alcanza qué tareas va a emprender para sustituir la que abandona.

¿Qué meta persigue ahora, en qué consisten sus ambiciosos propósitos? –Mi primer propósito es llevar a cabo una limpieza general, no sé si conoce el alcance de esta expresión, limpiar Moor House de arriba abajo, desde las alcobas hasta el sótano. El segundo, emplear todas las bayetas que hagan falta para darle cera a los suelos para que reluzcan como nuevos. El tercero, colocar con precisión matemática sillas, mesas, camas y alfombras. Luego haré todo lo que esté en mi mano para arruinarle a usted encargando turba y carbón porque me propongo que en cada habitación arda un fuego hermoso. Y por último, dos días antes de que lleguen sus hermanas, Hannah y yo nos dedicaremos de lleno a batir huevos, rallar especias, escoger frutos secos y picar fruta para hacer pasteles y tartas de Navidad, aparte de celebrar otros variados ritos culinarios, cada uno de los cuales podría describirse con palabras; pero a un profano en la materia como usted no le dirían nada. Mi objetivo, en resumen, es el de tenerlo
todo completamente a punto para cuando lleguen Mary y Diana el jueves próximo; lo único que ambiciono es que la bienvenida a su casa les parezca ideal. St. John sonrió levemente; pero seguía insatisfecho. –Bueno –dijo–, todo eso está muy bien de momento. Pero espero que una vez pasado el primer embate de euforia, y se lo digo en serio, mire un poco más allá de esos trajines domésticos y ambicione algo más elevado que los goces del hogar. –Los goces del hogar –interrumpí– son los más dulces del mundo. –No, Jane, se equivoca. Este mundo no es un escenario para el disfrute, ni intente convertirlo en tal. Tampoco es un lugar de reposo, no se me vuelva indolente, Jane. –Todo lo contrario, lo que intento es estar todo el día ocupada. –Está bien, Jane, por ahora pase. Le concedo dos meses para que disfrute a sus anchas de la nueva situación y saboree los encantos de la convivencia con una familia hallada tardíamente. Pero luego espero que sus miras se eleven por encima de Moor House, de Morton y del entorno fraternal, con sus comodidades sensuales y su paz egoísta derivadas de una refinada civilización. Espero que vuelva a sentirse sacudida por las energías de su alma inquieta. Le miré con asombro. –St. John –le dije–, es una perversidad que me hable así. Me dispongo a ser feliz como una reina, y usted se empeña sin tregua en echarme abajo la alegría. ¿A santo de qué?

–A santo de que saque partido del talento con que Dios la dotó, y del cual vendrá a pedirle cuentas algún día, no lo dude. La vigilaré de cerca y con todo celo, Jane, se lo aviso, para intentar contrarrestar el desmedido entusiasmo con que se entrega a los vulgares placeres domésticos. No se aferre con tanta contumacia a las ataduras de la carne. Reserve su tenacidad y su fervor para causas más dignas y no los despilfarre en metas triviales y efímeras. ¿Me está oyendo, Jane? –Sí, como si me hablara en griego. Creo tener motivos suficientes para ser feliz, y me propongo serlo. ¡Hasta la vista! Fui feliz en Moor House y tanto Hannah como yo pasamos unos días muy atareados. Ella estaba encantada al verme de tan buen humor, en medio de aquel jaleo de casa, con todo patas arriba, cocinando, barriendo, fregando y cepillando. Poco a poco, tras un par de días inmersa en la mayor confusión, empezamos a poner orden paulatinamente en el caos que nosotras mismas habíamos armado, y nos complacía irlo logrando. Yo antes de emprender la tarea había viajado a S. para comprar muebles nuevos, aprovechando que mis primos me habían autorizado a hacer todos los cambios que me diera la gana. Y de hecho, habíamos apartado una suma de dinero destinada a ello. Las salas y los dormitorios los dejé más o menos como estaban, porque me pareció que a Diana y Mary les gustaría más encontrarse con sus camas, mesas y sillas de siempre, que verlas sustituidas por espectaculares innovaciones. Pero hacía falta introducir algún detalle a la moda como ingrediente para conmemorar aquel regreso, así que compré unas cortinas oscuras, unas alfombras preciosas, así como nuevas tapicerías, y elegí cuidadosamente unas cuantas figuras de bronce y porcelana, espejos y un neceser para cada coqueta, lo cual daba a las estancias un aire rejuvenecedor, sin resultar chillón. Cambié enteramente los muebles de un gabinete y un dormitorio de invitados, sustituyéndolos por otros de caoba antigua y tapicería carmesí. Puse una estera en el pasillo, alfombré la escalera y, cuando quedó todo rematado, me pareció Moor House por dentro tal ejemplo de acogedor bienestar como por fuera de desolación invernal y de triste aislamiento. Por fin llegó el jueves. Esperábamos a Diana y Mary hacia el anochecer, así que antes de la puesta de sol ya estaban encendidas las chimeneas de arriba y las de abajo, la cocina reluciente, Hannah y yo bien arregladas y todo en orden.

Primero llegó St. John. Le había pedido yo que nos dejara en paz hasta que estuviera todo preparado, y así lo hizo. La sola idea del barullo, sórdido y trivial, que iba a conmocionar la casa fue suficiente para mantenerlo alejado. Me encontró en la cocina, vigilando el horno, donde se estaban haciendo unos pastelillos para el té. –¿Está contenta, por fin, con su trabajo de criada? –me preguntó acercándose. Y yo, por toda contestación, le invité a que inspeccionara conmigo todos los trabajos que había llevado a cabo. Tras insistir un poco, conseguí que me acompañara a dar una vuelta por la casa. Se limitó a echar una mirada dentro de las habitaciones, a medida que yo le iba abriendo las puertas. Luego, después de aquel recorrido subiendo y bajando escaleras, dijo que tenía que haberme afanado y fatigado mucho para hacer tantos cambios en tan poco tiempo, pero no pronunció una sola frase que dejara traslucir su complacencia ante la transformación del hogar. Su silencio me desazonó. Tal vez –pensé– aquellas alteraciones habían atentado contra recuerdos preciosos para él. Le pregunté que si era eso lo que le pasaba, en un tono de evidente decepción. Dijo que no, que de ninguna manera. Le parecía, por el contrario, que había sido escrupulosamente fiel a los recuerdos. Lo que le preocupaba, en realidad, era que hubiera consagrado a aquel asunto más tiempo y cavilaciones de lo que se merecía. Me preguntó que cuántos minutos me había llevado, por ejemplo, estudiar la distribución del cuarto donde estábamos. Y ya que venía a cuento, ¿podía decirle dónde estaba tal libro? Le señalé enseguida el tomo que había mencionado, lo sacó de la estantería, se retiró a su rincón de siempre y se puso a leer. Me desagradó mucho aquello, a decir verdad. Y empecé a pensar, lector, que St. John sería muy bueno, pero que había acertado al describirse a sí mismo como egoísta y frío. Era incapaz de apreciar los pequeños placeres de la vida; ni las relaciones humanas ni las comodidades tenían el menor atractivo para él. No concebía otra aspiración que la de perseguir lo perfecto y lo elevado y a esa persecución dedicaba literalmente su vida. Pero jamás se permitía el descanso ni estaba dispuesto a permitírselo a quienes le rodeaban. Al contemplar su frente altiva, pálida e inmóvil como una piedra blanca, y los bellos rasgos de su rostro absorto en la lectura, comprendí de repente que nunca podría ser un buen marido y me imaginé lo difícil que le resultaría a cualquier mujer aguantar su compañía. Y una especie de inspiración me llevó a entender la naturaleza de su amor por la señorita Oliver; tenía razón él al decir que no pasaba de ser una pasión sensual. Y era comprensible que se despreciara a sí mismo al constatar la excitación febril a que ella lo sometía, y también que luchara por sofocar y destruir tal influjo, y que desconfiara de que pudiera conducirlos, a ella y a él, a una dicha duradera. Me di cuenta de que St. John estaba hecho del material con que la naturaleza esculpe a sus héroes, ya sean cristianos o paganos, a sus legisladores, estadistas y conquistadores, una peana sólida para edificar sobre ella los grandes intereses.

Pero fría y agobiante columna, tan triste como anacrónica, colocada junto al fuego hogareño de una chimenea. «Este cuarto de estar no es su mundo –reflexioné–; le irían mucho mejor la cordillera del Himalaya, las selvas de los cafres o incluso los pantanos insalubres de las costas de Guinea. En el seno de la vida doméstica no se encuentra en su elemento, y por eso lo evita. Sus facultades se empantanan aquí, no pueden desarrollarse ni experimentar mejora. Es en los escenarios de batalla y riesgo, aquellos donde se pone a prueba el valor y se requieren energía y fortaleza, donde necesita moverse y pronunciarse como caudillo. Aquí, en casa, cualquier niño feliz le dejaría sin atributos. Su elección como misionero ha sido acertadísima; acabo de verlo claro.»

–¡Ya vienen! ¡Ya vienen! –gritó Hannah, irrumpiendo en el salón, cuya puerta había abierto de golpe. En aquel mismo momento, el viejo Carlo se puso a ladrar de alegría. Salí corriendo. Ya era de noche, pero se oía claramente un retumbar de ruedas. Hannah se apresuró a encender una linterna. El vehículo se paró ante la verja, el cochero abrió la portezuela y se apearon, una tras otra, las dos figuras familiares. Al minuto siguiente ya estaba yo acariciando, bajo sus respectivos sombreros, primero las suaves mejillas de Mary y luego los abundantes rizos de Diana. Se reían, nos besaban a mí y a Hannah, le hacían mimos a Carlo, que se agitaba loco de contento, y preguntaban ansiosamente qué tal iba todo. Cuando les dijimos que muy bien, se apresuraron a entrar en la casa. Venían entumecidas del traqueteo del coche, después de tantas horas de viaje desde Whitcroos, y además heladas de frío, pero enseguida volvió el color y la animación a sus dulces rostros al calor del fuego luminoso. Mientras el cochero y Hannah acarreaban el equipaje, me preguntaron por St. John, que en ese mismo momento salía del cuarto de estar y avanzaba hacia ellas. Las dos le echaron los brazos al cuello al mismo tiempo. Él las besó por orden, serenamente, y les dio la bienvenida en voz queda. Se quedó un rato hablando con ellas y luego se volvió al cuarto de estar, como buscando refugio, aunque suponía –dijo– que enseguida nos reuniríamos todos allí. Yo tenía velas encendidas para acompañarlas a sus respectivos dormitorios, pero antes Diana quiso ofrecer hospitalidad al cochero. Al fin me siguieron al piso de arriba. Se mostraron encantadas con los cambios y celebraron tan expansiva como generosamente mi elección de tapicerías, alfombras y jarrones coloreados de porcelana. Me hicieron sentir el placer de haber acertado exactamente con sus gustos, y eso añadió aún mayor encanto a la alegría que me causaba su regreso. Fue una velada muy grata. La elocuencia que mis primas, presas de entusiasmo, desplegaron en sus comentarios contrarrestó la actitud taciturna de St. John. No cabía duda de que la llegada de sus hermanas le había alegrado, pero era incapaz de expresarlo con el fervor y arrebato de que ellas hacían gala. El acontecimiento en sí –la llegada de sus hermanas– le bastaba para sentirse bien, pero le apabullaban los comentarios accesorios, aquel alboroto que desataban las lenguas. Comprendí que estaba deseando que llegara el día siguiente para que la vida volviera a encarrilarse. Una hora después de haber tomado el té, un aldabonazo intempestivo en la puerta vino a interrumpir nuestra eclosión de júbilo. Enseguida entró Hannah. –Ha venido un pobre chico, ya ve usted a qué horas quiere que el señor Rivers vaya a ver a su madre, dice que se está muriendo. –¿Dónde vive, Hannah? –Pues en Whitcross Brow nada menos, ya ve.

Casi cinco millas. Y pantanos y musgo por todo el camino. –Dígale que ahora mismo voy.

–Yo no se lo aconsejo, señor –dijo Hannah–, no hay peor camino que ése en cuanto cae la noche, es pura ciénaga, no tiene ni rodadas. Y luego con una noche tan inclemente como la que hace, que pocas veces he visto un viento que corte la cara así. No vaya, señor, que el chico lleve recado de que irá usted mañana. Pero él ya estaba en el pasillo poniéndose la capa y se marchó sin poner la menor objeción. Eran las nueve y hasta medianoche no volvió. A pesar de llegar helado y cansadísimo, traía un aspecto más feliz que cuando nos dejó. Había cumplido con su deber, se había exigido algo a sí mismo, y se sentía satisfecho de haber ejercitado su capacidad de decir que sí cuando pudo decir que no. Mucho me temo que toda la semana que siguió a la llegada de sus hermanas exasperó a St. John y puso a prueba su paciencia. Era la semana de la Navidad y ni ellas ni yo nos entregamos a otra cosa que a aquella especie de febril disipación que nos proporcionaba la actividad doméstica. El aire de los páramos, la libertad de estar en casa y el regodeo ante la incipiente prosperidad actuaron como un elixir vivificante sobre el ánimo de mis primas. Estaban alegres de la mañana a la noche, siempre locuaces y dispuestas a pegar la hebra. Para mí su conversación rápida, ingeniosa y siempre original tenía tal atractivo que la prefería sin comparación a cualquier otra cosa. St. John no nos reprochaba aquella animación, pero la rehuía. Paraba poco en casa. Su parroquia era extensa y abarcaba varios lugares dispersos, así que tenía tarea de sobra con sus visitas cotidianas a los feligreses enfermos o menesterosos que requerían su ayuda.

De la Autora – Charlotte Brontë

Nació en 1816 en Thornton (Yorkshire), tercera hija de Patrick Brontë y Maria Branwell. En 1820 el padre fue nombrado vicario perpetuo de la pequeña aldea de Haworth, y allí pasaría Charlotte casi toda su vida.

 

Húerfanos de madre a muy corta edad, los cinco hermanos Brontë fueron educados por su tía.

 

En 1824, junto con sus hermanas Emily, Elizabeth y Maria, acudió a una escuela para hijos de clérigos; Elizabeth y Maria murieron ese mismo año, y Charlotte siempre lo atribuyó a las malas condiciones del internado.

Estudiaría posteriormente un año en una escuela privada, donde ejerció asimismo como maestra; fue luego institutriz, y maestra de nuevo en un pensionado de Bruselas, donde en 1842 estuvo interna con Emily.

De vuelta a Haworth, en 1846 consiguió publicar un volumen de

 

 

Otros libros de Charlotte Brontë

Shirley
El Profesor
Poemas de Currer Bell
Villete

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