Rapsodia Gourmet
Rapsodia Gourmet
Autoras: Muriel Barbery
Editorial: Seix Barral
Páginas: 188
Precio: Amazon $821
ISBN: 978-84-322-5117-7
Sinopsis:
En el corazón de París, Pierre Arthens, el crítico de gastronomía más célebre del mundo, está a punto de morir. Admirado por algunos y odiado por muchos, Monsieur Arthens lleva años decidiendo el destino de los chefs más prestigiosos, destruyendo y construyendo reputaciones a su antojo. Ahora, en sus últimas horas de vida, su pensamiento se posa sobre algo mucho más sencillo: busca desesperadamente un sabor único, el sabor que un día le hizo feliz. Empieza así un viaje en el que Monsieur Arthens se pasea por los entresijos de su memoria gustativa, se sumerge en los paraísos de la infancia y rememora todo tipo de delicias culinarias. Junto a la voz del propio Arthens escuchamos la de aquellos que han vivido junto a él: familiares, vecinos, amantes, protegidos e incluso su gato.
«Rapsodia Gourmet muestra el talento desplegado en La elegancia del erizo, y trata los mismos temas: clase social, filosofía, Japón y la comida Una sensual novela escrita con una prosa suntuosa y agradable.» Publishers Weekly
¿Por qué en El lugar de Beatriz?
Porque el tema GOURMET lo amerita. En clase de “Comemos lo que Somos” que la tomé en el Claustro de Sor Juana el año pasado, tuvieron a bien leer este texto…exactamente cuando estuve ausente por el viaje de mi grupo de la preparatoria a Querétaro. Me quedé con las ganas y hasta ahora me di oportunidad.
Mi opinión (Excelente, Muy bueno, Me gustó-pudo ser mejor, No vale la pena, Muy malo)
Muy bueno. Este libro me gustó mucho.
Pierre Arthens, el crítico de gastronomía más célebre del mundo, está a punto de morir y su obsesión última es encontrar un sabor que ha probado y a olvidado. El mejor. En este recorrido de sabores, olores, colores y emociones, quedará de manifiesto su inigualable don de disfrutar la vida y de que no sabe compartirla. Todos a su alrededor lo admiran, le temen y mas de alguno, lo odian.
Las diferentes historias que narra la autora en cada capítulo tienen protagonistas y giros diferentes -de allí el nombre del libro, rapsodia: pieza musical característica del romanticismo compuesta por diferentes partes temáticas unidas libremente y sin relación alguna entre ellas- y en estas, Barbery tiene la habilidad de transportarnos frente al plato y hacernos salivar. Pero no solo trata de comida. Los diálogos son escasos, y las descripciones abundantes. Olores, sabores y hasta emociones están a la orden del día. Mas de alguna vez me vi haciendo una pausa para tratar de identificarme en esas situaciones: en los sabores de mi niñez, en el apetito, en los sinsabores de la vida, en lo que ya creí olvidado…
Cuando iba en primaria, a la vuelta de la escuela se encontraba una mini-tienda de abarrotes donde además vendían tortas. Estas no eran precisamente maravillosas, pero en aquel tiempo siempre nos ponían lunch para llevar, y quizás en los 3 años que estuve en la Escuela Miguel Hidalgo, si fueron 3 veces que me dieron dinero para comprar lunch, fueron muchas. Y cuando eso sucedía, yo salía corriendo a la hora del recreo para comprar una torta de salchicha (hoy día no amo la salchicha…porque me enteré de que las hacen). Igual, en esos días no me importaba, hacía cola y mientras la preparaban (2 salchichas partidas a lo largo, colocada en un bolillo untado con mayonesa, por un lado, y muy poquitos frijoles refritos por el otro, chiles en vinagre y rebanada de aguacate) para cuando la ponían en mi mano, duraba no mas de 4 mordidas. El pan muy suave, la salchicha dorada y la combinación de todos esos sabores, me trastornaba. No es que se tratara de la última coca-cola fría del desierto, no. El punto fue recordar un antojo, una salivación, una tripita gruñendo, un anhelo culinario satisfecho. Este recuerdo que les cuento lo logró Muriel Barbery, con la narración del último capítulo. Las tortas de salchicha estaban hasta el fondo de mi subconsciente.
Los capítulos son (la mayoría) muy cortos, y cada uno de ellos lo narra una persona-animal-cosa diferente. Va desde la ama de llaves, el gato, la esposa, los hijos, la amante, la portera, la venus que adorna el estudio del crítico, el querido sobrino, el doctor. O puede ser que se trate del mismo crítico recordando a su abuela, a su abuelo, al vinicultor que le dio su primer trago de wiski, al japones que lo llevó al cielo cuando le sirvió sushi…infinidad de anecdotas.
De repente la historia se estira demasiado, yo habría quitado al menos unos cinco capítulos (incluyendo el de la venus); lo que sale en su ayuda es que, los capítulos son breves y fáciles, muy fáciles de leer.
Algo para recordar
EL ESPEJO
Calle Grenelle, la habitación
Se llamaba Jacques Destrères. Era muy al principio de mi carrera. Yo acababa de terminar un artículo sobre la especialidad de la casa Gerson, ese que habría de revolucionar el marco de mi profesión y propulsarme al firmamento de la crítica gastronómica. En la espera agitada pero confiada de lo que iba a suceder después, me había refugiado en casa de mi tío, el hermano mayor de mi padre, un viejo solterón que sabía disfrutar de los placeres de la vida y al que la familia consideraba un excéntrico. No se había casado, ni siquiera se lo había visto nunca en compañía femenina, hasta tal punto que mi padre sospechaba que fuera <<de la acera de enfrente>>. Había tenido éxito en los negocios y, llegado a la edad madura, se había retirado a una preciosa finca de su propiedad, cerca del bosque de Rambouillet, donde llevaba una vida tranquila ocupado en podar sus rosales, pasear a sus perros, fumar habanos en compañía de algunos viejos conocidos del mundo de los negocios y elaborarse sabrosas recetas de soltero.
Sentado en su cocina, yo lo observaba hacer. Era invierno. Había almorzado muy temprano en Groers, en Versalles, tras lo cual había recorrido las carreteritas nevadas con una disposición de espíritu más que favorables. Un hermoso fuego crepitaba en la chimenea, mientras mi tío preparaba la comida. La cocina de mi abuela me había acostumbrado a una atmósfera ruidosa y febril en la que, en medio del estruendo de las cacerolas, el silbido de la mantequilla fundiéndose en la sartén y el entrechocar de los cuchillos, se atareaba una marimacho en trance a la que tan sólo su larga experiencia confería un aurea de serenidad ─como la que conservan los mártires en las llamas del infierno. Jacques, por el contrario, lo hacía todo con mesura. No se apresuraba, pero tampoco era lento. Cada gesto venía a su tiempo
Aclaró cuidadosamente el arroz tailandés en un pequeño colador plateado, lo escurrió bien, lo echó en la cazuela, lo cubrió con una tacita y media de agua salada, lo tapó y lo dejó en el fuego. Había unas gambas en un cuenco de loza. Mientras charlaba conmigo, esencialmente de mi artículo y de mis proyectos, las peló con concentrada meticulosidad. Ni un solo instante aceleró la cadencia, ni un solo instante la redujo. Una vez despojado el último pequeño arabesco de su coraza protectora, se lavó a conciencia las manos con un jabón que olía a leche. Con la misma uniformidad serena, puso en el fuego una sartén de hierro, vertió en ella un chorrito de aceite de oliva, esperó a que se calentara y dejo caer encima una lluvia de gambas desnudas. Con habilidad, la espátula de madera las acosaba, sin dejar escapatoria alguna a aquellas pequeñas medialunas, las agarraba por todos lados, haciéndolas bailar sobre el aceite oloroso. Luego vino el curry. Ni demasiado ni demasiado poco. Un polvillo sensual que embellecía con su oro exótico el cobre rosado de los crustáceos: Oriente reinventado. Sal, pimienta. Con unas tijeras fue cortando en pedacitos sobre la sartén una ramita de cilantro. Por último, rápidamente, vertió un taponcito de coñac y prendió una cerilla; de la sartén surgió una larga llamarada furiosa, como una llamada o un grito que se libera por fin, impetuoso suspiro que se apaga tan pronto como se ha elevado.
Sobre la mesa de mármol aguardaban un plato de porcelana, un vaso de cristal, unos magníficos cubiertos de plata y una servilleta bordada de lino.
En el plato dispuso cuidadosamente, con una cuchara de madera, la mitad de las gambas, el arroz que antes había servido en un cuenquito minúsculo, prensándolo bien, para luego voltearlo, de manera que formara una pequeña cúpula rechoncha coronada por una hoja de menta. En el vaso se sirvió una generosa ración de un líquido transparente del color del trigo.
─ ¿Te pongo un vaso de Sancerre?
Negué con la cabeza. Él se sentó a la mesa.
Un almuerzo rápido. Eso era lo que Jacques Destrères llamaba <<un almuerzo rápido>>. Y yo sabía que no era ninguna broma, que cada día se preparaba así, con mimo, un bocadito de paraíso, sin ser consciente del refinamiento de su vida cotidiana, como verdadero gourmet que era, auténtico esteta en la ausencia de puesta en escena que caracterizaba su día a día. Yo lo contemplaba comer, sin tocar el plato que había preparado ante mis ojos, comía con el mismo cuidado desapegado y sutil con el que había cocinado, y ese almuerzo que no probé fue y será siempre uno de los mejores de mi vida.
Degustar es un acto de placer, escribir ese placer es un hecho artístico, pero la única obra de arte verdadera, en definitiva, es el festín ajeno. El almuerzo de Jacques Destrères era la perfección pura porque no era el mío, porque no se desbordaba en el antes y el después de mi día a día y, unidad cerrada y autosuficiente, podía permanecer en mi memoria, momento único grabado fuera del tiempo y del espacio, perla de mi espíritu liberada de los sentimientos de mi vida. Como cuando se contempla una habitación que se refleja en un espejo sol y que se convierte en un cuadro pues no está ya abierta sobre nada más, sino que sugiere todo un mundo, ahí en el espejo y en ninguna otra parte, estrictamente circunscrito entre los bordes del azogue y aislado de la vida en derredor, el almuerzo ajeno está encerrado en el marco de nuestra contemplación y carece de la línea de fuga infinita de nuestros recuerdos o de nuestros proyectos. Me hubiera gustado vivir esa vida, la que el espejo o el plato de Jacques me sugerían, una vida sin perspectivas por donde pudiera desvanecerse la posibilidad de convertirse en una obra de arte, una vida sin ayer ni mañana, sin alrededor ni horizonte: el aquí y ahora es algo hermoso, pleno y cerrado.
Pero no se trata de eso. Lo que las grandes mesas han aportado a mi genio culinario, lo que las gambas de Destrères han sugerido a mi inteligencia no le enseñan nada a mi corazón. Spleen. Sol negro.
El sol…
De la Autora – Muriel Barbery
http://www.lecturalia.com/autor/2120/muriel-barbery
Profesora de Filosofía y escritora francesa, Muriel Barbery nació en Casablanca el 28 de mayo de 1969.
Barbery comenzó su carrera dando clases de Filosofía en la Universidad de Borgoña pasando más tarde por Saint-Lô. En 2000 publicó su primera novela, Una golosina, pero el éxito internacional le llegó en 2008 con su segundo libro, La elegancia del erizo. Este libro se convirtió en un auténtico best-seller en Francia, con 30 ediciones y más de un millón de libros vendidos. El libro fue adaptado al cine por la directora Mona Achache.
En la actualidad, tras trabajar varios años en Japón, Barbery se dedica por completo a la literatura y reside en la ciudad de Touraine. En 2015 publicó su tercera novela, La vida de los elfos y su último libro se titula Un país extraño.
La obra de Barbery ha sido traducida a más de diez idiomas y ha recibido premios como el George Brassens, el Prix des Libraires, el Armitière o el Ville de Caen, entre otros muchos.
Libros de Muriel Barbery
Un país extraño, 2019
La vida de los elfos, 2015
Rapsodia Gourmet, 2010
La elegancia del erizo, 2006 (2007)
Una golosina, 2000 (2002)