Una vez más…en 19 de septiembre

Este martes cuando oí la alarma sísmica (juro que sonó casi al mismo tiempo cuando la tierra comenzó a sacudirse) hubo un momento que pensé que era broma.

¿Es posible que la historia se repita exactamente el mismo 19 de septiembre? El zarandeo me trajo de regreso y la realidad me lo confirmó.

Era mi primera salida, llevaba más de dos semanas encerrada por una lesión en una rodilla. Nos habíamos organizado para comer mis amigos Carlos y Verónica. Carlos y yo nos encontramos en el Claustro de Sor Juana, en pleno centro de la ciudad de México y tomamos taxi para vernos con Vero en la Zona Rosa. Estábamos sobre Arcos de Belén cuando el carro comenzó a moverse. Parecía como si manos invisibles lo batieran. Sentimos como poco a poco se deslizaba sobre la acera. En el fondo alcanzamos a escuchar los gritos de los niños de la escuela Dr. Agustín Rivera. Aunque lo que recomiendan siempre es quedarte al interior de los vehículos (por eso de que un cable pudiera caer), aterrados conductores y pasajeros nos salimos. Las personas que iban sobre las banquetas y aquellos que bajaban de edificios o salían de los comercios, todos invadimos los carriles vehiculares, para ya no abandonarlos. Entre los gritos de los chiquillos de la escuela que tropezaban en las escaleras mientras los desalojaban y el retumbar de la alarma sísmica, no alcanzabas a pensar con claridad. Carlos y yo nos tomamos de las manos para sostenernos de pie.

Poco a poco el suelo dejó de moverse, no así nosotros, que por la adrenalina continuamos temblando.

Una cuadra más adelante salía polvo, no quisimos averiguar el origen, comenzamos a callejonear para encontrar Paseo de la Reforma. Los carros estacionados, las personas caminando a media calle, muchos sencillamente parados, tratando de recuperar fuerzas. Celular en mano tratábamos de comunicarnos con familiares en vano, las líneas telefónicas estaban saturadas, solo salían llamadas vía WhatsApp.

¿De cuánto fue? ¿de 8? ¿Puebla fue el epicentro? Alcanzábamos a oír la plática de los que permanecían cerca de sus unidades con la radio a todo volumen.

A nuestro paso trozos de las fachadas de los edificios y vidrios rotos.

Nadie quería caminar por las banquetas por temor a que te cayera algo encima, a que se derrumbara un inmueble. En una esquina un Audi color blanco, con el semáforo en verde (de los pocos que funcionaban) no avanzaba, sus tripulantes abrazados lloraban. Nadie pitaba claxon, todos respetaban el trauma y el dolor ajeno.

La glorieta del Ángel de la Independencia, cual si acabara de ganar México en el futbol contra algún equipo extranjero, estaba al tope; pero los rostros no eran de regocijo, muchos casi transparentes. Quisimos bajar por Río Tíber para alcanzar el circuito interior y nos cortaron el paso. Fuga de gas, señalaron. “¡No prendan cigarrillos!” gritaban por todos lados. Tuvimos que rodear pasando frente al Hotel María Isabel Sheraton. Trabajadores apresuradamente levantaban los trozos de la fachada y de cristales que cubrían todo el frente del Hotel. Tomamos Río Danubio, por un costado de la embajada americana. En ningún momento disminuimos el ritmo, a pesar de que en total caminamos más de siete kilómetros.

Atravesar la colonia Cuauhtémoc no fue menos impresionante, la cantidad de inmuebles dañados, algunos evidentemente pérdida total, se multiplicaban a nuestro paso, viejos y nuevos edificios por igual. Entramos a Covarrubias por Francisco Lorenzana, y el señor Humberto, vigilante de nuestro edificio, con las manos metidas en los pantalones, se recargaba en el portón mientras veía pasar infinidad de carros y ambulancias que no pararían ni en la madrugada. Estamos de pie, pero sin luz, me dijo cuando nos acercamos.

Carlos y yo nos despedimos, a él le tocaba caminar por un rato más hasta su departamento en Marina Nacional, donde se encontraría con Verónica.

Junté fuerzas y comencé con el ascenso de los cinco pisos hasta mí departamento, sosteniéndome de las paredes. Apenas entré, Cuquita, la señora que me ayuda con la limpieza, y yo nos abrazamos en silencio. Apenas esa mañana platicamos de temblores. Yo no podía participar en el simulacro por la lesión de mi rodilla y ahora las circunstancias me habían obligado a caminar kilómetros y subir cinco pisos de escaleras.

Yo no me perdonaba haberla dejado sola. No imaginé la experiencia que tendría en mi departamento, cuando las persianas se azotaban con furia contra los cristales y muchos de mis adornos se venían abajo.

México ya estaba recién golpeado (Oaxaca y Chiapas) con el temblor del 7 de septiembre. Este (19 de septiembre) nos agarró desprevenidos. Así son los temblores. Cientos de afectados en los estados de Morelos, Puebla, Guerrero, Estado de México y Ciudad de México. Dicen en las noticias que, comparado con el temblor del 1985, este apenas causo un 10% de la destrucción del anterior. Igual tiene al país conmocionado.

Por segunda ocasión un temblor ha sacado a flote la otra cara del mexicano, la de solidaridad, apoyo, empuje, dedicación. La juventud está desatada, participa entusiasta en la remoción de escombros, en la alimentación de desplazados, brigadistas, doctores y enfermeras. Me ha tocado ver lo mismo en farmacias que en supermercados, a personas formadas comprando a granel para salir a donar. Cada uno acorde a sus posibilidades, pero todos quieren cooperar. Y no queda allí, cientos han ofrecido sus casas, sus instalaciones, sus mercancías para apoyar a los que han perdido todo. Se respira tristeza, pero también esperanza.

Después de quedarme encerrada en mi departamento sin luz, sin agua, sin línea telefónica, sin señal, sin pila de celular, sin posibilidad de subir y bajar del quinto piso por la escalera (sigo lesionada) decidí viajar a casa de mi madre.

Puebla no canta mal las rancheras, 45 personas perdieron la vida, e infinidad perdieron sus casas. Amén de la cantidad de monumentos e iglesias dañadas (increíble que duraron cien o doscientos años y este temblor las vino a cuartear). Igual estoy en casa. Nunca como ahora el abrazo de mi madre me dio tanta tranquilidad

La semana entrante regresaré a mis recetas, porque al día de hoy no tenemos cabeza para ello.

Solo tenemos cabeza para ayudar. Les dejo las ligas

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Verdaderamente nos hace falta. Tenemos que ayudar a todos aquellos que empezarán el mes de octubre con una mano adelante y otra atrás

Un abrazo afectuoso

La fotografía de los chicos ayudando bajo la lluvia es de Alejandro Velázquez y la tomé del periódico Reforma